No ocultaré -sería un fraude a los lectores- ni la autñentica ternura, ni la profunda admiración, ni la sincera gratitud que profeso a Josep María Loperena. Con esta confesión proclamo mi derecho a la libertad de hablar de un jurista-artista del que afortunadamente me siento amigo. Porque estoy de acuerdo con sus desacuerdos, y porque nada une más a las personas que compartir con ellas las mismas animadversiones, las mismas fobias y la misma repugnancia.