«Después de perder la noción del tiempo, del espacio; después de pasar quién sabe cuántos siglos en el subterráneo y de cambiarme de ropa mil veces; después de cruzar un océano y de sentir que los horarios ya no serán jamás iguales, es poco lo que puedo articular. Soy una mujer en el mundo, no tengo patria, ni anclajes, salvo mi propia sangre: ¿Eduarda? Ella decía, ‘¿Crees que me arreglo para ese ordinario? Es para otros hombres este esfuerzo; para alguien que quizá me cambiará la vida’. Yo reí, pero él nos miró con lástima. Y eso fue bueno porque si la pena, la lástima es máxima, es posible que no te culpen».