Cada vez que llovía en Majahual, Avelina Ricárdez Cueto, respetada fumadora de la etnia popoluca, aparecía en el zaguán de su humilde vivienda a escuchar augurios. Orientaba su vieja mecedora de leños hacia el volcán de San Martín, dejaba a un lado sus raídos huaraches y se sentaba inmóvil, con los ojos cerrados, atenta a la voluntad de ríos y montañas. Su respiración se volvía tan pausada que parecía muerta y sólo volvía en sí cuando cesaba por completo la lluvia en su comunidad. Llegó a este mundo con el don de escuchar la tierra y lo compartía con sus vecinos en forma de sabios consejos, indicándoles cuándo sembrar, dónde era conveniente levantar una casa o qué árbol correspondía cortar. La gente del pueblo la percibía como dueña de un saber oculto y se dejaba guiar por sus revelaciones con fervor. Recibía en pago sólo una sonrisa, porque no aceptaba bienes ni ofrendas a cambio de sus palabras.