Hay bibliotecas enteras dedicadas al ascenso y caída del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, dictador de la República Dominicana desde 1930 hasta 1961, pero quien se aventure en la última novela de Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo, podría pasarlas por alto porque este libro es la destilación prodigiosa de todo ese conocimiento. No son los datos los que importan, sin emargo, sino lo que Vargas Llosa ha hecho con ellos: un retrato implacable del poder absoluto en una novela que se llee sin respiro de principio a fin. ncia: es decir, dejándose llevar por el autor sin preguntarle a cada paso qué es mentira y qué es verdad o por qué aquel o este personaje, inspirado en algún bufón o en alguna víctima del trujillismo, difiere de la figura real. En Santo Domingo -donde la novela se distribuyó al mismo tiempo que en Madrid y en Lima- siguen enrostrándole a Vargas Llosa su falta de respeto por algunas figuras políticas que todavía están vivas, sin advertir que la eficacia de cualquier novela -histórica o no- está en relación directa con su libertad. Hay que acercarse a La Fiesta del Chivo en estado de inocecia. Lo que más asombra en La Fiesta del Chivo es el abrumador trabajo de investigación que sostiene la novela sn que jamás se noten las costuras. Como en los mejores textos de Vargas Llosa, aquí también asoma esa obsesión flaubertiana po el detalle que recrea el pasado como si estuviera sucediendo otra vez.