Alguien imagina un libro sobre Medellín. Quiere ponerle textos, quiere ponerle sueños. Quiere, también que, al abrirlo y recorrer sus páginas, las personas sientan que, efectivamente, van caminando por las calles. Lo ideal sería que los lectores hallaran nuevos ángulos dentro del paisaje habitual y descubrieran cosas por primera vez. No deben faltar los oficios, las raíces, el arte, la música, los sabores, las flores, las texturas, los olores y las fiestas que nacen y crecen y se reproducen a lo largo de la ciudad. Este libro es una especie de nave espacial en la que cada quien puede viajar a partir de sus propias coordenadas. Esas mismas con las que suelen sortearse los trazados inmensurables de una ciudad que nadie, por ningún motivo, llega a conocer del todo. Si las cosas salen bien, cada lector creará sus propios textos y sus propias imágenes de Medellín. Como si estas páginas recién salidas al mundo fueran un simple catalizador que permite mezclar todo tipo de formas clásicas y modernas, imaginarias o existentes. Una nueva combinación que multiplica la realidad. Un gigantesco caleidoscopio del tamaño de un valle. Con el adecuado movimiento del visor, el río y las quebradas podrán adquirir nuevos fulgores. Las paredes se llenarán de formas y pinturas varias. Las hojas de los árboles serán, al mismo tiempo, pájaros y flores. Las luces saltarán de tono en tono por el cielo. También brillará la noche. Al final, después de tantas vueltas, es posible que el libro se transforme en otro. Un objeto mágico que juegue al infinito. Que abarque las vicisitudes y los sueños de la gente. El movimiento constante. Las transformaciones. Y las calles todas, absolutamente todas.